Mucho antes de que el Universo decidiera crear el mundo, Sol –un apuesto joven de melena dorada que montaba un brioso caballo– observó a lo lejos a una bellísima y misteriosa mujer llamada Luna, de piel blanca y hermosa cabellera negra, quedando inmediatamente enamorado de una forma tan ardiente, como solamente puede ser capaz de sentir un astro hecho de fuego como él lo era.
Cuando se acercó, vió que ella y solamente ella era capaz de reflejar su luz de una forma que la volvía fría y serena al mismo tiempo y, que asimismo, podía reflejarse en ella como nunca había conseguido hacerlo con nadie que conociera.
Su amor era puro e infinito.
Un día, el Universo los llamó a su presencia. Les informó que estaba creando el mundo y que les había asignado funciones muy importantes que estaba seguro cumplirían sin problema. Primero, les dio luz propia.
–Tú, Sol –dijo el Universo–, todos los días te levantarás muy temprano para dar calor a los hombres, hacer crecer las cosechas y alumbrar todo alrededor. Tu reino será el día, los hombres te rendirán culto y serán felices bajo tu energía.
De pronto el Universo volteó a la Luna y le dijo…
–A ti, mi querida y hermosa Luna, te nombraré reina de la noche. Alumbrarás a los viajeros y marcarás el ciclo de las aguas, inspirarás a los enamorados y serás protagonista de miles de poemas.
Con lágrimas los dos porque no podrían estar juntos, se fueron a cumplir sus funciones. La Luna, a causa de su tristeza, algunas noches se negaba a alumbrar. Otras, alumbraba solamente un poco; pero cuando estaba muy feliz, alumbraba el cielo como si estuviera preñada por el amor del mismo Sol.
Al ver esto, el Sol se acercó al Universo pidiéndole que tuviera piedad de su frágil amada. Al escucharlo, el Universo que siempre había sido muy sabio y compasivo, llenó el cielo de estrellas para que le hicieran compañía a la Luna. A cambio le pidió que se mantuviera llena todas las noches, ya que así su belleza deslumbraría mucho más. Pero la Luna, fiel a sí misma y rebelde como era, se negó completamente, sólo se mostraría tal y cómo se sintiera: su aspecto sería el reflejo de sus emociones.
Aún así, por el amor que el Sol y la Luna se tenían, no podrían separarse por completo. Así que nacieron los eclipses. Sabían plenamente que eran almas gemelas y, por su ardiente deseo, de vez en cuando el Sol se escapa a ver a la Luna –o viceversa–, fundiéndose en un momento de amor puro, intenso y pasional.
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Paráfrasis de autor anónimo.
Me encanto el cuento y cierto la luna y el sol están enamorados y los eclipses son eso, su encuentro secreto, bueno ni tan secreto todos nos enteramos de su gran amor.